Dichoso el hombre que, en su fragilidad, soporta a su prójimo en
aquello que querría que le soportara a él si estuviera en una situación
semejante. No hablen mal de nadie, no murmuren ni difamen a otros (…). Sean
modestos, mostrando una total mansedumbre con todos los hombres; no juzguen, no
condenen. Y, como dice el Señor, no se fijen en los más pequeños pecados de los
demás; antes, al contrario, consideren atentamente los propios. (San Francisco)
Francisco nos habla de una humanidad formada por hombres
iguales, reconciliados consigo mismo, con los demás y con Dios. Por eso nos
anima a aceptar nuestras limitaciones y las de los otros, y lo hace con
realismo, pues conoce el corazón del hombre y sabe que vive siempre amenazado
por sus tendencias: el interés propio, el orgullo y el afán de prestigio, el
creernos más que el otro, el resentimiento. Por eso nos habla de fragilidad, de
soportar, de no juzgar, de ver nuestro pecado antes que el ajeno, porque reconocernos
en nuestra verdad, tan llena de limitaciones, es la mejor manera de empezar a
aprender a amar al otro.