Creer en el Evangelio es negar que el dolor tenga la
última palabra. Arriesgarme a pensar que no estamos definitivamente solos.
Saltar al vacío en vida, de por vida, y
afrontar cada jornada sabiendo que el Señor está en ella.
Avanzar a través de la duda.
Atesorar, sin mérito ni garantía, alguna certidumbre frágil.
Sonreír en la hora sombría. Porque el Amor habla a su
modo, bendiciendo a los malditos, acariciando intocables y desclavando de las
cruces a los bienaventurados.
Y esto no es fácil.