A
menudo uno se descubre protestando por casi todo porque siempre hay motivos para sacar punta a la realidad. Se impone protestar, porque si no, te
pisan o te tienes que comer los marrones de otros. Y así, se van sumando voces
al coro de lamentos. Se queja el estudiante de los profesores, estos de
los compañeros, todos de la dirección. Los hijos protestan por los padres, y
estos se lamentan de lo ingobernables que se han vuelto sus hijos. Se quejan
los creyentes de la sociedad que ataca y critica. Los no creyentes de la
Iglesia que se quiere imponer. Se quejan los cristianos de a pie de los
obispos. Estos, del mundo. Se quejan los trabajadores de los jefes, y estos de
aquellos. Se queja la ciudadanía de los políticos, y estos, unos de otros, y
todos de «la coyuntura». Hay tantos motivos para protestar, que parecería hasta
insolidario no hacerlo, ¿Verdad?
Hay que
alzar la voz, protestar, sólo que no vale hacerlo como el crío con berrinche y
pataletas. Hay otra manera: alzar la voz con seriedad y compromiso, y al tiempo
aventurar horizontes mejores. Protestas, propuestas y compromisos. Proponer hacia dónde caminar, y comprometerse
uno mismo, con tu tiempo y tu capacidad para perseguir aquello que te parece
justo. Es una buena propuesta para este tiempo tan ávido de justicia y
esperanza.
Suscitaré
un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les
dirá lo que yo le mande (Dt 18,18)